King!

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martes, 2 de junio de 2015

Michael era un ser mágico - Cris Judd. Bailarín en Dangerous y HIStory Tour / Michael was a magical being - Cris Judd. Dancer in Dangerous and HIStory Tour

¿A qué se parece compartir el escenario con Michael Jackson?


Es mágico, es intenso, es excitante y es tan, tan genial que sientes la energía de 100.000 personas gritándote desde la multitud y experimentando el amor que sienten por él, por el hombre. No podías apartar tus ojos de él, querías imitar todo lo que hacía, querías ser genial como él.
Pero si ya era alucinante estar en el escenario, bailando con él, estar fuera del escenario a su lado era igual de excitante. Terminabas un número y había un par de canciones antes de entrar de nuevo. A menudo me cambiaba de ropa y encontraba un lugar en el escenario para ocultarme y poder verle hacer “Billie Jean”. Minutos después estaba ahí fuera otra vez bailando con él.
Era el año 1995. Estaba trabajando en Disneyland, Orlando y fui recomendado por un amigo a los coreógrafos de Michael, Travis Payne y Lavelle Smith, que buscaban nuevos bailarines para la actuación de Michael en los premios MTV. Un mes después estaba ensayando con otros 15 chicos.
Practicamos “Dangerous” durante dos semanas. Incluso aunque él no estuviera con nosotros, los ensayos eran verdaderamente intensos. Sabías que tenías que ser perfecto para él. Te asegurabas de que ibas más allá de lo que te habían pedido.
Y entonces llegó él a los ensayos.
La primera vez que bailé con él estaba fascinado. Todos lo estaban. Intentábamos ser un calco suyo, sólo el proceso ya era asombroso. Y trabajamos muy duro. Michael era un perfeccionista y solía decirnos: “Para eso sirven los ensayos”. Repetíamos las rutinas una y otra vez hasta que se convertían en un hábito bien aprendido. Los pasos de baile llegaban a ser algo tan natural como respirar.
Recuerdo que antes de salir de gira nos sentó a todos los bailarines en el suelo y tuvimos que hacer de uno en uno todo el número como si estuviéramos frente al público. Él miraba atentamente tomando notas. Cuando terminé mi turno me dijo las cosas que debía mejorar.
Me dijo que mi brazo no estaba lo suficientemente extendido en una de las canciones o que mi dedo meñique debería tocar el pulgar, cosas así. Era un movimiento y un estilo muy depurado, había que estar pendiente hasta el más mínimo detalle, pero eso fue lo que le convirtió en un artista tan increíble.
Poder verle bailar tan de cerca fue verdaderamente emocionante. Conseguir verle en directo fue simplemente increíble. Parecía deslizarse por el suelo, e incluso estando tan cerca, no podía lograr saber cómo hacía esos movimientos.
Me convertí en un fan de Michael Jackson que consiguió bailar con él. Durante mucho tiempo me pregunté: ¿Qué demonios habré hecho de bueno para merecer esto?

Cris Judd. Bailarín en Dangerous y HIStory Tour

2300 Jackson Street (Capítulo 2) / 2300 Jackson Street (Chapter 2)



¡Saludos a todos! Quizás recuerden el libro You Are Not Alone Michael: A Través De Los Ojos De Un Hermano  por Jermaine Jackson, ¿No recuerdan? Bueno si no lo recuerdan eh aquí el primer capítulo Un Eterno Niño  y después de hacer memoria y de mi retraso tardío :p subiré los siguientes 7 capítulos restantes.
Los extractos del libro ya mencionado son escritos por Jermanie Jackson en los que rememora recuerdos de su niñez al lado de sus hermanos en especial con el pequeño Michael, con Joseph Jackson, el comienzo del grupo Jackson Five, etc. Retomamos el libro con el siguiente capítulo.


CAPÍTULO DOS

2300 Jackson Street

Todo comenzó alrededor del fregadero de la cocina. Nuestra madre estaba en medio y por turnos de a dos, cantábamos mientras dos secaban y otros dos colocaban. La primera canción que recuerdo fue “Cotton Fields.” Michael todavía era un bebé en pañales cuando mamá le cogía en brazos y le cantaba esa canción para dormir.

Michael en pañales, ese es mi primer recuerdo suyo. No recuerdo ni su nacimiento ni a mamá entrando por la puerta con él. Yo tenía cinco años cuando empecé a cambiarle los pañales. Todos la ayudábamos cuando podíamos echándole un par de manos extra en una familia de nueve niños.

Michael nació hiperactivo, con infinita energía y curiosidad. Si cualquiera de nosotros le quitaba ojo por un segundo, ya se había metido gateando bajo la mesa o bajo la cama. Cuando mamá compró la lavadora, daba saltos y botes al ritmo de las vibraciones. Cambiarle los pañales era como intentar sujetar un pez escurridizo; deslizándose, dando patadas y vueltas. Si ya era difícil para un adulto, cambiar un pañal para un niño de cinco años era toda una prueba y a menudo, Rebbie o Jackie me echaban una mano. Michael tenía esos dedos extraordinariamente largos con los que solía agarrar mi pulgar como diciendo: “Me estoy divirtiendo haciéndotelo pasar mal, ¿eh, hermanito?” Cuidar unos de otros es algo que nos inculcaron a todos, pero desde el primer momento me sentí inclinado a protegerle a él. Quizá porque todo lo que escuchaba era, “¿Dónde está Michael?”…. “¿Michael está bien?”… “¿Has cambiado el pañal a Michael?”
“Sí, madre… lo tenemos… está aquí,” gritaba alguno de nosotros.


De pequeños, todos los hermanos crecimos con un miedo casi neurótico por los gérmenes, inculcado por nuestra madre. En la cocina, cada plato y vaso debían estar absolutamente limpios, impolutos, sin una gota de agua. Por las mañanas, ¡antes de ir al colegio pasábamos inspección con un algodón empapado en alcohol detrás del cuello. Si estaba manchado, había que volver a lavarse. Hablo por todos mis hermanos, Michael no era diferente. Incluso se preocupaba por los bolígrafos de la gente cuando firmaba autógrafos. Pero lo que más le preocupaba eran los gérmenes en el aire. La gente se burlaba de él por usar mascarillas pero todo se debía al miedo a caer enfermo. Ese fue el origen, aunque después de un tiempo se convirtió en algo así como un accesorio de moda que le permitía esconderse y tener un poco de privacidad.

Éramos nueve niños con su madre y su padre viviendo en dos dormitorios, un baño, una cocina y un salón dentro de aquella caja de zapatos de poco más de 9x12 metros cuadrados del 2300 de Jackson Street. Nuestro hogar fue construido en los años 40, en madera y con un tejado tan frágil que habría volado con el primer tornado. Joseph decía que éramos afortunados por tener una casa. Otros en el vecindario lo eran menos, por esa razón nunca nos clasificamos como oficialmente “pobres”. No teníamos dinero suficiente para comprar nada nuevo pero subsistíamos y sobrevivíamos.

Mamá sabía cómo hacer para alargar la comida. En la comunidad negra, un frigorífico era más esencial que un coche o una televisión. Hacía comida en gran cantidad, la congelaba, la descongelaba y nos la comíamos. A menudo eran las mismas comidas una y otra vez: judías pintas, pollo, pollo y más pollo, sándwiches de huevo, caballa con arroz y comimos tantos spaguetti que hoy día no soporto la pasta. Incluso cultivábamos nuestros propios vegetales en un huerto que Joseph compartía en el vecindario: patatas, judías, coles, remolachas, cacahuetes…

Mamá trabajaba en los almacenes Sears como cajera. Recuerdo que no veíamos el momento de que volviera a casa. La recuerdo en la puerta, sacudiéndose la nieve de la cabeza y a nosotros corriendo hacia ella, Michael agarrándola de una pierna y los demás detrás de él. Entonces ella se sacaba de los bolsillos del abrigo dos bolsas de cacahuetes. A pesar de trabajar allí no podía permitirse comprar nada en los almacenes. Cuando lo hacía era bajo reserva y pagando el artículo a plazos hasta que podía llevárselo a casa. Nosotros no podíamos entenderlo y nos quejábamos, pero ella nunca lo hacía.

Mis padres se casaron en Noviembre de 1949 y compraron nuestra casa de Gary por $ 8.500 con sus ahorros y un préstamo del padrastro de mi madre.
Vivir amontonados unos encima de otros no era lo más confortable que uno pueda imaginar, pero nos inculcó una unión y cercanía así como lealtad y fortaleza. Pocos en Gary podían proclamar tal cohesión en su familia.

El noventa por ciento de la población de Gary trabajaba en La Acería. Joseph era operario de grúa en turnos de 8 a 10 horas. Cuando era joven, allá en Little Rock, Arkansas, solía ir al cine a ver películas mudas y soñaba con ser actor algún día. Acabar en La Acería no formaba parte de sus sueños, era un trabajo de esclavos.
Antes de conocer a nuestra madre trabajaba en los ferrocarriles. Después en una fundición en donde no se podía trabajar más de 10 minutos seguidos por el calor, “los hombres se desmayaban.” Nadie puede decir que Joseph no conociera el significado del trabajo duro. Creo que hay que tener un cierto tipo de carácter para eso, ser alguien endurecido y fuerte emocionalmente. Trabajó como un subordinado la mayor parte de su juventud y junto con sus raíces de sus antepasados esclavos, pienso que de ahí procede su insistencia por el “respeto”. Se había ganado el respeto y eso era lo que esperaba de su familia. También conocía sus responsabilidades. Cuantos más hijos tenía, más horas trabajaba para traer dinero extra a casa. Cuando nació Michael, consiguió un segundo trabajo en una fábrica de productos de alimentación.

Los chicos procurábamos contribuir en la casa. Tito y yo quitábamos en invierno la nieve de las calles del vecindario para poner un poco de comida extra en la mesa. Siempre sabíamos cuándo había recibido Joseph su paga porque había una nueva pieza de pan y un trozo de carne para el almuerzo en la cocina. Pero también sabíamos cuándo había sido despedido porque entonces solo comíamos patatas; asadas, cocidas o en puré.

La Fábrica de Acero Inland era el final del arcoíris para muchas generaciones de familias. Se decía que en Gary solo había tres salidas: La Acería, la cárcel o la muerte. Pero cualquier cosa que el destino pareciera dibujar para todos nosotros, Joseph estaba decidido a cambiarlo. Cada hora que trabajaba era con eso en su mente. Nuestra vía de escape era la suya y la de mamá.

Joseph era el mayor de seis hijos, cuatro chicos y dos chicas. Estaba muy unido a su hermana Verna Mae, que le seguía en edad. La recordaba a la edad de 7 años leyendo cuentos a sus hermanos a la hora de dormir. Entonces cayó enferma sin que los médicos supieran la causa y la vio sucumbir a la enfermedad hasta que falleció. Joseph lloró durante días incapaz de entender tal pérdida. Que yo recuerde, esta fue la última vez que derramó una lágrima. Tenía 11 años.

Michael y yo, que de niños éramos unos reconocidos llorones, odiábamos la dureza de nuestro padre. Nunca le vimos mostrar una señal de vulnerabilidad emocional. Cada vez que llorábamos de niños –incluso después de habernos castigado- nos reprendía diciendo: “¿Por qué lloras?”

Joseph creció echando de menos y llorando a su hermana. En su funeral prometió que nunca más pondría sus ojos en la tumba de nadie de nuevo. Una pérdida en su vida selló sus emociones y mantuvo su palabra: Nunca volvió a asistir a un funeral, hasta 2009.

Cuando era escolar, Joseph sentía terror por una de sus profesoras, un terror acrecentado por el hecho de que su padre, Samuel, era director de una escuela superior y creía en la estricta disciplina y el castigo corporal. Una vez fue llamado a leer a la pizarra. El miedo le dejó mudo y no pudo leer. La profesora le volvió a pedir que leyera y cuando no pudo contestar por segunda vez, llegó el castigo con una vara de madera en su espalda. Con cada golpe, la profesora le recordaba por qué lo hacía: por desobedecerla. Él la odiaba por ello, pero también la respetaba: “Por esa razón, la escuché y siempre lo hice lo mejor que pude.”
Papá Jackson hacía lo mismo. Era la vieja teoría de que para conseguir controlar a alguien, había que infundirle miedo primero.

Esa misma profesora organizó un concurso de talentos en la escuela e invitó a cada alumno a hacer lo que mejor supiera. Joseph decidió cantar pero cuando llegó su turno temblaba tanto que su tono era también tembloroso y apresurado y la clase entera explotó en risas. Volvió a su asiento humillado y esperando el castigo. Cuando la profesora se acercó, se encogió de miedo. “Cantaste muy bien, se han reído porque estabas nervioso, no porque fueras malo. Bien hecho.” De camino a casa, Joseph se prometió a sí mismo que “les enseñaría” y empezó a soñar con “una vida en el mundo del espectáculo.”

Yo no conocía esta historia hasta hace poco tiempo. Creo que hay algo en Joseph difícil de conocer. Que es difícil traspasar sus barreras, quizás construidas por el miedo a la pérdida y reforzadas por su necesidad de respeto. Ninguno de nosotros puede recordarlo cogiéndonos en brazos o diciéndonos “te quiero.” Nunca jugó con nosotros ni nos arropó por la noche; no hubo conversaciones afectuosas sobre la vida entre padre e hijos. Recordamos el respeto, las órdenes, las instrucciones, pero no el afecto. Conocíamos a nuestro padre tal como era: alguien que quería ser admirado y que alimentaba a su familia.

Al mismo tiempo que Michael se esforzaba en aceptarle tal como era, siempre se compadeció de él, no le juzgó. Lo triste es que no creo que llegara a conocer esta historia que acabo de contar.



Éramos cinco chicos compartiendo una habitación. La hermandad crecía más fuerte cada año. Compartíamos una litera de metal de tres pisos. Tito y yo dormíamos uno en el cabecero y el otro en los pies. En medio, Michael y Marlon y Jackie en la de abajo para él solo. Él era el único que no sabía lo que es despertarse con un pie en la boca, en la oreja o en los ojos.

Nos solíamos ir a la cama entre las 8:30 y 9:00 p.m. y nos quedábamos más de una hora haciendo planes para el día siguiente.
Apilábamos columnas de libros y poníamos sábanas encima creando un tejado. Nos encantaba dormir en el suelo como si estuviéramos de acampada.

Por la mañana, éramos el despertador unos de otros. “¿Estás levantado, Jermaine?” Podía escuchar a Michael preguntar en un susurro, “¿Jackie?” mientras Jackie seguía durmiendo unos minutos más.
 Después llegaba el caos de los “15 minutos del baño.” Cuando alguno de nosotros se pasaba del tiempo, escuchábamos a nuestra madre gritar: “¡JERMAINE! ¡Tus 15 minutos han terminado!”

Joseph tenía un Buick marrón que era nuestro sistema de alarma para saber que llegaría en pocos minutos a casa. “¡Despejen la casa!, despejen la casa!”. Entrábamos rápidamente a nuestra habitación y la dejábamos limpia más rápido que si lo hubiera hecho la misma Mary Poppins. No es sorprendente que Michael y yo creciéramos como la clase de hombres que dejan tiradas las ropas por el suelo: cuando creces con tus hermanos en una habitación pequeña, te acostumbras a saber dónde está cada cosa en medio del caos.

Cuando Joseph se enfadaba, una mirada suya era suficiente, seguida de las palabras: “¡ESPÉRAME EN TU HABITACIÓN!” Normalmente recibíamos 10 “whops”. Los llamo así porque era el sonido que hacía el cinturón al azotar el aire. Cuando éramos castigados, Michael escuchaba nuestros gritos y por la noche veía las marcas rojas del cinturón en la piel. En su mente, el mero pensamiento de Joseph castigando era traumático.








Continuará...